Lo más importante de la ecología integral que propone el Papa Francisco es que incorpora las dimensiones humanas y sociales. Porque para él no hay dos crisis separadas, una, ambiental y la otra, social, sino una única y compleja crisis socio-ambiental. Y ello por la fuerte convicción de que en el mundo todo está íntimamente conectado. Así pues, «el análisis de los problemas ambientales es inseparable del análisis de los contextos humanos, familiares, laborales, urbanos, y de la relación de cada persona consigo misma». El cuidado de la casa común tiene que ver con el medio físico donde se desarrolla la vida, pero también con las condiciones mismas de la vida humana.
La encíclica hace un detallado análisis de la situación medioambiental de nuestro tiempo, de las implicaciones sociales que tienen fenómenos como la desforestación, la contaminación, la pérdida de biodiversidad y, por supuesto, el calentamiento global y su impacto en la alteración del clima. Las raíces de todos estos fenómenos –interconectados no lo olvidemos– está en una autoconciencia humana dominadora y depredadora.
El Papa señala que esta actitud humana se ha ido fraguando en un proceso histórico de acaparamiento de los recursos naturales por parte de los países desarrollados, así como de una acumulación de contaminación, que lleva a reconocer «una auténtica deuda ecológica» del Norte en relación con el Sur del mundo. Igualmente, ante al cambio climático, se habla de «responsabilidades comunes pero diferenciadas» porque, aunque todos contribuimos existe una mayor responsabilidad por parte de los países desarrollados.
El Papa hace una completa descripción de la situación, de las causas y las consecuencias, pero no es nada ingenuo. Por eso afirma que «las actitudes que obstruyen los caminos de solución, aun entre los creyentes, van de la negación del problema a la indiferencia, la resignación cómoda o la confianza ciega en las soluciones técnicas». En esta frase ha hecho una tipología bastante completa de las actitudes de resistencia –activa o pasiva– a la crisis medioambiental.
Por un lado estarían los que niegan el problema, especialmente en lo que se refiere al cambio climático; pero la encíclica no habla sólo del cambio climático sino que habla de agotamiento de recursos naturales, de contaminación del agua y de pobreza, de una creciente e injustificable desigualdad. Hay tanta evidencia en estos temas que negar lo que sucede sólo se puede explicar por una posición ideológica previa.
La resignación cómoda sería la segunda postura: reconocer el problema pero no poner nada de nuestra parte para el cambio. En realidad, esta postura sólo la pueden adoptar los que viven relativamente bien y no están dispuestos a renunciar a nada o hacer cualquier tipo de esfuerzo.
Por último están los que tienen confianza «ciega» en las soluciones técnicas. Insisto en lo de ciega porque en el fondo esta postura sería una variante de la anterior: no estar dispuesto a ningún esfuerzo por contribuir al cambio social y medioambiental esperando que una solución mágica –técnica– resuelva todos los problemas.
La encíclica lo que va buscando, precisamente, es nuestra conversión ecológica. Esta «conversión ecológica» no debe nacer del miedo, aunque el Papa reconoce que tiene un fuerte contenido dramático. La encíclica es un canto a conservar esta casa común porque «no todo está perdido, porque los seres humanos, capaces de degradarse hasta el extremo, pueden también superarse, volver a elegir el bien y regenerarse».
El futuro de la humanidad y del planeta, según el Papa, pasan por la creatividad y la solidaridad de los humanos. Frente a los escépticos y los acobardados, la encíclica es un canto apasionado a la esperanza y al compromiso.