El cine creo un género denominado bélico que ha dado numerosas películas que a todos nos vienen a la mentes, en ocasiones de exaltación de la guerra con fines propagandísticos, de hazañas de guerreros y soldados, de aventuras y de ideologías diversas. Pero también ese mismo género bélico ha servido para crear excelentes obras de denuncia de los conflictos armados, de la sinrazón de las guerras, de la reivindicación de las víctimas inocentes, de los interés espurios -económicos y políticos que las desencadenan o mantienen-, en fin, del horror que supone para los ciudadanos y para los propios soldados que la sufren obligados.
Entre ellas recordaría los magníficos alegatos contra esta necedad que son Alemania año cero (Roberto Rossellini, 1948), Senderos de Gloria (Stanley Kubrick,1957), Johnny cogió su fusil (Dalton Trumbo,1971), Apocalypse Now (Francis F. Coppola, 1979) o La lista de Schindler (Steven Spielberg, 1993) por citar solo algunos clásicos innegociables.
Pero hoy quiero traer a este blog una película no tan conocida, pero a la que también podemos calificar de obra maestra cinematográfica y, aunque el autor niegue esa intención, uno de los mayores alegatos por la paz y denuncia de las funestas consecuencias de la guerra en los más inocentes.
Me refiero a La tumba de las luciérnagas, dirigida por Isao Takahata, en 1988, basada en el libro homónimo de tintes autobiográficos de Akiyuki Nosaka, y producida por los famosos estudios Ghibli, responsables de algunas de las mejoras joyas del cine de animación, como la que nos ocupa, o las más conocidas La princesa Mononoke o El viaje de Chihiro.
No hago spoiler al contar que la película comienza cuando el espíritu de un adolescente que acaba de morir se encuentra con el de su hermana pequeña, que había fallecido unos días antes. Esos dos hermanos reencontrados rememoran las últimas semanas de sus vidas. Seguramente uno de los comienzos más conmovedores de la historia del cine.
Estamos en marzo de 1945, un Japón sin esperanzas vive bajo los continuos bombardeos norteamericanos. En oleadas ininterrumpidas decenas de aviones lanzan bombas incendiarias que asolan a la población y queman sus casas. En la ciudad de Kobe, dos hermanos, Seita de 14 años y Setsuko de 5 sufren ese asedio y en apenas unos minutos perderán a su madre y a su casa. El padre ausente es oficial de la Armada. Así estos dos huérfanos se verán obligados a vivir un tiempo con unos parientes que no les acogen de buen grado, hasta que deciden vivir por su cuenta en un refugio abandonado.
Asistimos a la lenta degradación física de los protagonistas. Sin recursos y con Setsuko cada vez más enferma, su hermano tendrá que envilecer hasta robar comida en los campos circundantes o asaltar casas abandonadas durante los bombardeos, para acabar mendigando comida en la estación de tren, junto a otros chavales abandonados ante la indiferencia del resto de la población. El final lo conocemos desde la primera secuencia de la película.
Con este material tan demoledor Isao Takahata crea una obra dura, directa, sin atajos, que nos encogerá el corazón y nos dejará con el regusto amargo de ser espectadores de lo que jamás se quiere ver. Pero esta obra maestra nos cautivará también por su sinceridad, porque no juega con los sentimientos del espectador, ni le embauca para forzarlo emocionalmente, por su contundente mensaje y por la ternura y humanidad de dos personajes que jamás se nos quitarán de la memoria. Porque nos interpela en lo más hondo y nos hace reflejarnos en un sufrimiento que no queremos, pero que podemos infligir desde nuestra incomprensión, inactividad o deseo de no ver.
En definitiva, nos invita a reflexionar cómo en tan trágicas circunstancias – ausencia de paz- el ser humano se vuelve mezquino, egoísta e indiferente al sufrimiento, tan bien representado en la pariente que los recibe con desprecio, el desinterés inmisericorde del médico que certifica la desnutrición de Setsuko, la brutalidad del agricultor robado, o la frialdad profesional de quien vende el combustible para la incineración.
Interroguémonos en el eco que nos deja, en la desnudez emocional con la que cerramos la película y pensemos porqué nos ahoga tanto.
A pesar de la crudeza de la historia también encontramos esos momentos maravillosos de fuerza y belleza que nos recuerdan que la felicidad también es posible, y nos invitan a reflexionar sobre esa vida dichosa que podían haber tenido los hermanos si la guerra no se hubiese cruzado en su destino: el disfrute de unos simples caramelos o los mil sabores que dejan en la lata al mezclarla con agua; un baño en el mar; el abrazo de la madre; el sabor de un buen arroz; la luz de las luciérnagas en la noche… Conmovedora esa metáfora de los insectos luminosos: la luz, la esperanza, la vidas iluminadas (el espíritu) que sepulta la guerra. Y por terminar con un halo de esperanza, La tumba de las luciérnagas también nos muestra esa posibilidad de reencuentro feliz en un incierto e indefinible más allá.
Y por rebajar el tono y tomar respiro, dos recomendaciones más de tono muy diferente pero de mensaje claramente pacifista:
LA VAQUILLA
(Luis García Berlanga, 1985)
Una comedia nacida de la colaboración de Rafael Azcona y el propio Berlanga, ambientada en la Guerra Civil española, en la que los dos bandos pelearan por hacerse con una vaquilla para celebrar un festejo taurino en uno de los pueblos cercanos al frente de trincheras. Una divertida y absurda aventura para mostrar de forma mordaz la estupidez de una guerra indeseada.
FELIZ NAVIDAD
(Christian Carion, 2005)
Con un tono amable y mensaje inequívoco, esta película francesa narra los improbables sucesos acaecidos en el frente durante la Primera Guerra Mundial, en la Navidad de 1915 en la que un grupo de soldados alemanes, franceses y escoceses, decidieron cesar las hostilidades, enterrar juntos a sus muertos y celebrar la Nochebuena en paz.
La ilustración de la portada es de la artista CookiesOChocola