La literatura económica de los últimos años es prolífica para explicar las causas y consecuencias de la desigualdad en nuestra sociedad y economía. J. Stiglitz en “El precio de la desigualdad: el 1% de la población tiene lo que el 99% necesita” explica la tendencia que tiene el mercado a la concentración de capital y acumular la riqueza en unas pocas manos, y cómo las políticas de gobiernos e instituciones mundiales son propensas a acentuar esta tendencia.
Pero no todo es cuestión de ingresos y capital. La desigualdad económica está asociada a otro tipo de desigualdades, y, juntas, aumentan el peligro de caer en la marginación. Las disparidades actuales son un obstáculo para los derechos y el bienestar de las personas, es decir, dificultan la justicia social. Impiden la movilidad social o el acceso a educación o sanidad en igualdad de condiciones. La búsqueda continua del crecimiento económico no siempre produce efectos positivos en la sociedad en su conjunto y en cambio, en muchas ocasiones ha tenido efectos catastróficos sobre el medioambiente.
Hay una tendencia en los últimos tiempos que enfatiza los avances globales que se han producido en materia de desarrollo, en gran medida muy afectados por los logros socio-económicos de Asia y principalmente China. En esta corriente Hans Rosling ha contribuido de manera significativa en promover esta visión “positivista”, aplicándola a un contexto global.
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En su reciente artículo “La ilusión utópica de haber acabado con la pobreza” Borja Monreal, experto en Políticas Públicas e Innovación Social, critica estas estimaciones positivas sobre los avances en la lucha contra la Pobreza.
Si consideramos en situación de pobreza extrema las personas que tienen un poder adquisitivo menor a dos dólares diarios, apreciamos una disminución radical en el porcentaje de la población mundial afectada por el fenómeno desde el año 1990. Siguiendo este criterio, existían en el mundo 736 millones de pobres en el año 2015, aunque en ese mismo año había en el planeta 795 millones de hambrientos. O, lo que es lo mismo, había 59 millones de personas desnutridas que no eran pobres.
Además, medir la pobreza según el poder adquisitivo de cada individuo nos impide ver la realidad compleja del problema y sus múltiples dimensiones, condicionando completamente sus soluciones. Hacen de ella un fenómeno individual que sufre una falta de inversiones e incentivos, ocultando la influencia del entorno y acceso a recursos y derechos básicos.
¿Cómo se puede, entonces, erradicar un fenómeno cuya proporción es tan grande?
Según Borja Monreal la clave está en “construir sociedades menos desiguales en las que el acceso a los servicios básicos permita generar oportunidades que liberen y desarrollen el potencial de las personas pobres”.
Esther Duflo, académica del Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT, por sus siglas en inglés) quien ha sido recientemente galardonada con el Premio Nobel de la Economía, va más allá y da algunas recomendaciones bastante prácticas.
Sugiere empezar estudiando acciones muy concretas y de ahí ajustar la intervención.
Defiende que es necesario medir el impacto de las ayudas económicas al desarrollo probando soluciones con ensayos aleatorios. Aplicar un método científico a las políticas sociales.
Es decir, sabremos que la ayuda humanitaria es realmente eficaz si abordamos su estudio respondiendo a preguntas concretas sobre acciones concretas, que nos permitirán, además, ajustar nuestras decisiones de inversión en el futuro.
Defiende su convencimiento en esta charla TED, cuyo visionado recomendamos vivamente, y en los cursos gratuitos que imparte a través de la plataforma digital del MIT.
Desgraciadamente, aún queda mucho que luchar para erradicar la Pobreza, pero no podemos dejar de hacerlo.
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