La gran pregunta cuando se descubre un planeta es: ¿hay agua? Si no la hay, no puede haber vida. Dependemos del agua como del aire. Y además necesitamos una gran cantidad para vivir; no solo para beber, asearnos o cocinar. El mayor volumen lo necesitamos para producir alimentos. Si tomamos una persona al azar de cualquier país, y calculamos el agua empleada en producir lo que come, llegaremos a esta cifra: 4000 litros de agua al día se requieren para producir los alimentos que necesita para llevar una vida sana. 20 bañeras de agua diarias.
Pero el agua es un recurso natural renovable. El número de moléculas de H20 que hay en la tierra y en la atmósfera es constante, pero no para de circular. Cuando usamos el agua, lo normal es que la contaminemos. Y al volver a usarla querríamos disponer de ella lo más pura posible, porque nuestra salud, las tierras que regamos y las industrias requieren aguas limpias. Por ello, tenemos que depurarla, aunque eso cuesto dinero. Es una inversión que nos beneficia directamente, porque una naturaleza sana nos permite vivir mejor y llevar una vida más saludable.
No hay vida sin agua. La naturaleza depende de su estado y conservación. Si la malgastamos, extrayéndola de las fuentes naturales superficiales y subterráneas de manera irresponsable, no estará disponible para otras personas, usos o los seres vivos de la que dependen.
El cambio climático está alterando el ciclo del agua: donde escasea será más escasa, donde sobra habrá mayores riesgos de inundación y avenidas. Es muy posible que los sucesos climáticos extremos se agudicen. Ello implica que debemos extremar la conservación de recursos, reducir al mínimo el consumo innecesario y no contaminarla de manera irresponsable. Todos tenemos una responsabilidad.
El agua está presente, aunque oculta, en todo lo que compramos, consumimos y necesitamos. No hay nada que se pueda fabricar sin agua; desde una manzana hasta el teléfono móvil. Es mucha más la que no vemos que la que fluye por los grifos de nuestras casas o soltamos en las cisternas de los baños.
Por ello, tenemos la obligación moral de conservarla para el uso presente, en nuestro día a día y el mañana, y para las generaciones futuras.
Podemos hacer mucho por ello. El consumo de carnes y productos lácteos en general requiere mucha agua en relación a la energía y los nutrientes que nos aportan. No es preciso dejar de consumirlos, pues hay agua suficiente para todos, pero es esencial que nunca los desperdiciemos, arrojándolos a la basura sin más. Así, con cualquier bien en general, pero es en la alimentación donde el desperdicio tiene mayores consecuencias. Nunca arrojemos desperdicios por el retrete, ni lo usemos para nada diferente a su función principal.
Por ello, la educación influye de manera muy significativa en la forma en la que la gente utiliza los recursos, especialmente el agua. Mediante la educación y la sensibilización, las personas son más conscientes de su importancia y usan métodos para hacer un uso más eficiente y sostenible.
Se ha comprobado que los agricultores con estudios en zonas donde el agua escasea, utilizan técnicas de aprovechamiento del agua mucho más eficaces que aquellos que no tienen estudios. Del mismo modo, en los hogares rurales e igual que en las zonas urbanas de la India, es más probable que se utilicen técnicas potabilizadoras de agua si alguno de los padres ha completado la educación primaria y las probabilidades aumentan si ha completado la secundaria. Así mismo, en los países de ingresos elevados, las personas con niveles de educación más altos tienden a ahorrar más agua.
Cuando vemos un río con agua limpia, una fuente, tenemos que sentir una emoción íntima especial, como la que nos produce avistar un animal noble vagando libremente en su medio. Pero también es una llamada a nuestra conciencia, reconocer lo privilegiados que somos por vivir en la tierra y la obligación que tenemos que conservarla.
Alberto Garrido es Profesor de Agricultura y Recursos Económicos de la Universidad Politécnica de Madrid, España.
El artículo original fue publicado en edujesuit.org.
Fotografía: Lourdes Valenzuela