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Mujeres indígenas que despiertan comunidades: la historia de María del Carmen en el Chaco boliviano 

Tiempo de lectura: 5 minutos

© Jesús Reyes

Al pensar en Bolivia es inevitable que nuestra cabeza se vaya a las alturas andinas, donde las llamas nos saludan y las mujeres nos reciben con sombreros altos y trenzas largas. Pero fuera de este entorno conocido se abre camino hacia las desconocidas tierras bajas bolivianas: un territorio tan amplio como diverso, que acoge a más de la mitad de los pueblos indígenas del país y que se extiende entre los bosques amazónicos, fronterizos con Brasil, y el árido y seco Chaco, colindante con Paraguay y Argentina. De esta inmensa llanura provienen las historias a las que nos acercamos hoy: dos mujeres unidas por las ganas de enseñar y aprender, de ser ejemplo, de ser cambio, de ser el futuro que en días como hoy queremos construir. Conversamos con Pamela Sánchez, coordinadora de Educación de Fundación IRFA, y con María del Carmen Romero, mujer guaraní y emprendedora.

A Pamela la conocí hace cuatro años y convivimos juntas durante más de otro año entero; de María del Carmen solo conocía la buena fama de sus tortas y su origen chaqueño. Nos sentamos en un sofá —que ya podría ser representativo de nuestra “Silla Roja”— y yo me lleno de ilusión por lo que se disponen a contarme sobre un proyecto que apenas vi comenzar.

Pamela, con la serenidad de quien lleva toda una vida caminando junto a las comunidades indígenas, respondió a la primera pregunta. Contó que Fundación IRFA —esa casa que desde hace medio siglo sostiene procesos educativos en Santa Cruz y en los territorios del Chaco, la Amazonía, la Chiquitanía y los valles— nació con un sueño sencillo y profundo: que la gente no solo aprendiera a leer palabras, sino a leer su propio mundo; que cada persona pudiera entender su realidad y transformarla.

Y es que IRFA trabaja en el oriente del país, que acoge 34 de las lenguas originarias de Bolivia, donde se encuentran, entre otros, pueblos como el guaraní, herederos de una historia antigua y resistente, que siguen sosteniendo la tierra con sus saberes y su lengua.

© Lucía Aragón

Fue precisamente cuando mencionamos ese lugar —Charagua Iyambae, la primera autonomía indígena del país, tierra de los guaraní bolivianos— que María del Carmen intervino en la conversación. A la atrevida pregunta de qué es para ella ser guaraní, respondió con una sonrisa tímida, como quien se enfrenta a responder algo tan grande como la de “¿y tú quién eres?”. Decidió contestar explicando su entorno, donde todo nace: su comunidad, San Antonio del Parapetí; la casa de barro y tabique donde vive con su marido e hijos. Y comenzó a soltarse, inundando el espacio de risas tímidas y saberes tan cotidianos como eternos. Recordó que de niña no entendía bien al maestro que llegaba a su zona a dar clase, hasta que un día escuchó por la radio que iban a impartir cursos a distancia y su madre la animó a apuntarse.

Fue su pequeña radio, colocada sobre el cuaderno, la que le abrió la puerta de IRFA. Como ella comenta: “una educación distinta, hecha para que nosotros, que vivimos allá lejos, pudiéramos escucharla”. Cuenta que su abuelo la miraba con recelo cuando la oía atender las clases —“¿para qué vas?”, le repetían—, pero ella insistió. Y siguió escuchando lecciones que le enseñaron a leer y a escribir.

Con los años llegó otro anuncio por la radio: cursos de repostería. Y ese día, dijo, sintió que el corazón le daba un salto. Era su sueño desde niña: amasar, crear, hornear… y aprender a hacerlo con conocimientos. María del Carmen contó que antes trabajaba con su madre haciendo pan, casi sin ganancias, y que era su marido quien trabajaba fuera de casa. “Mi esposo me llevó al primer curso, pero me observaba para ver qué es lo que yo hacía”, cuenta entre risas. “Decía: ‘espero que no se junten a hablar de nosotros los hombres’. Pero yo le contaba que a estos cursos podía apuntarse cualquiera. Hasta que un día se decidió y fue también. Nos hablaban mucho de equidad de género y todo eso, y ahora él sabe hacer todas las masas que yo sé hacer, pero se ha especializado en la decoración. Así que ahora él me cobra su trabajo y yo le pago por lo que decora”.

“Ahora su marido trabaja para usted”, le comento. Y responde tajante: “Allí los trabajos son muy escasos y el salario no es grande. A nosotras nos han enseñado no solo a hacer repostería, sino a gestionarnos con el dinero, con las ganancias. Y mi esposo vio que yo generaba ingresos y se unió para poder tenerlos él también.” Hoy, la panadería es el centro de la vida familiar: ella crea, sus hijos reparten, su esposo decora, y las recetas salen del horno de barro con la fuerza de un proyecto que sostiene un hogar.

Pero el cambio más profundo, confesó, ocurrió dentro de ella. “He sentido un cambio total. Ahora puedo pararme —ponerme de pie— y decir: no, estas cosas no son así. Y ya no solo en mi casa, sino también en mi comunidad. Antes sentía que no sabía cómo hablar; ahora puedo defenderme”.
Aquí Pamela interviene, feliz: “Yo siento que María del Carmen es un testimonio vivo de cómo el proyecto, la educación, va generando cambios en la vida de las mujeres. Porque cuando decidimos trabajar con mujeres, estamos apoyando a un entorno familiar completo, y eso se irradia a la comunidad. Ahora ella es el pilar económico de la familia. Es una manera de ver que la dinámica de los roles va cambiando poco a poco. Y no es fácil, porque muchas estructuras de todo el mundo —también de los pueblos indígenas como el guaraní— son muy rígidas. Pero cuando vemos cómo se van formando, vemos también que son mujeres plenas de derechos: el derecho económico, el derecho social, porque aportan y son valoradas en su entorno familiar y comunitario; también el derecho político, porque comienzan a participar más en las reuniones y toman la palabra en las asambleas. María del Carmen es hoy presidenta de la Junta Escolar de su comunidad y, sobre todo, ‘emprendedora’, dice ella con orgullo. ‘En mi comunidad dicen que desperté… y que desperté a las demás’”.

La conversación nos trajo de vuelta a España. María del Carmen y Pamela venían de visitar Galicia y de conocer y trabajar con panaderas de la zona. “Todo me ha parecido interesante, pero sobre todo lo rápido que se encienden los hornos. Nosotros, para hacer pan, tenemos que calentar el horno de barro y esperar, y aquí nada, todo rápido”. Aun así, se muestra optimista por haber podido apuntar en su libreta todo lo aprendido, que se lleva de vuelta a Charagua. “Allí los ingredientes son diferentes, pero vamos a ver, vamos a buscar las estrategias para poder hacerlo”.

El encuentro terminó con un sentimiento compartido: la certeza de que la educación transforma, de que los proyectos de cooperación no viajan en papeles, sino en historias como la suya. Pamela habló del orgullo de ver cómo mujeres como María del Carmen sostienen a sus familias con dignidad, abren caminos para las más jóvenes y mantienen viva la identidad guaraní en cada gesto, en cada receta, en cada reunión donde hoy sí se atreven a hablar y a defenderse.

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