Todo surgió en una tarde, en vísperas de la Navidad de 1979. Charlaba Pedro Arrupe, en el ambiente distendido de una conversación familiar, con sus asistentes. Alguien comentó el asunto de las últimas dramáticas noticias llegadas del Sureste asiático y referidas a las boat people (refugiados que, hacinados en frágiles embarcaciones, vagan por los mares de aquellas zonas sin tener dónde desembarcar). En ese instante al general de la Compañía de Jesús se le iluminan los ojos y siente la primera llamada de este maltratado colectivo.
“La Compañía tiene que responder inmediatamente a este reto”, exclama. A la mañana siguiente, cursa una veintena de telegramas a otros tantos provinciales de Extremo Oriente y de la India, así como de Europa y América del Norte. Pocos meses más tarde, observará Arrupe: “La respuesta fue realmente notable. Inmediatamente llegaron ofrecimientos de ayuda en forma de personas, de material y de todo tipo de recursos. Llegaron también alimentos, medicinas y dinero. En más de un país se hicieron esfuerzos por influir, a través de los medios de comunicación, en los respectivos Gobiernos e instituciones privadas capaces de intervenir. Se ofrecieron personas tanto para el trabajo pastoral como para servicios de organización en favor de los refugiados”.
Era un punto de partida. Los jesuitas comenzaron a trabajar intensamente en campos de refugiados de Tailandia, Camboya, Indonesia, Filipinas, África negra y Centroamérica. Desde entonces existe en Roma un centro, el Jesuit Refugee Service, destinado a coordinar y sostener todos estos esfuerzos, así como otros centros continentales en el Sureste asiático (Bangkok) y en África (Nairobi), etc. La iniciativa espoleó otras nuevas ideas en el nivel local: esfuerzos por la reconciliación en Irlanda del Norte, presencia de jesuitas en la zona de los Apalaches, en Estados Unidos, así como en una comunidad terremotada de Italia meridional.
Hoy, cuarenta años después, aquella semilla es un árbol frondoso. ¿Qué hay en sus raíces? El corazón grande de un cristiano ejemplar que ya desde joven había experimentado la injusticia de una forma dramática en el cinturón de los suburbios de Madrid, cuando estudiaba la carrera de medicina, y que llevaba el futuro en las entrañas. Que denunció una Europa encerrada en sí misma, y que gritó confuerza a una sociedad que permite que “unos se mueren de hambre cuando otros lo hacen por exceso de colesterol”. Hoy las lacerantes imágenes que nos llegan de todo el mundo de familias de refugiados huyendo de la guerra, el hambre o hacinados en campos vergonzantes, son una prueba más de que Pedro Arrupe se adelantó a su tiempo, con la intuición de un profeta y la visión de un místico, porque sus acciones no brotaban de mera filantropía sino del evangelio contemplado en muchas horas de oración y un apasionado amor a Jesucristo.
A él no le dio tiempo de ver un mundo transformado. Pero quizás una de sus frases debería en este campo empujarnos al compromiso: “No me resigno a que, cuando yo muera, siga el mundo como si yo no hubiera vivido.” Sin duda en este aspecto como en otros, el papa Francisco, con su opción decidida por los marginados, refugiados e inmigrantes, sigue sus huellas. Así lo reconoció en su visita al centro de inmigrantes de Asti, que Arrupe quiso también visitar antes de morir. “Estamos llamados a reconocer en sus rostros –ha dicho el papa recientemente- el rostro de Cristo, hambriento, sediento, desnudo, enfermo, forastero y encarcelado, que nos interpela (cf. Mt 25,31-46). Si lo reconocemos, seremos nosotros quienes le agradeceremos el haberlo conocido, amado y servido“.
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