El pasado 8 de marzo, en una sala abarrotada, disfrutamos de la obra de teatro Rastros, organizada por el CCIT La Tortuga, dirigida por Gregorio Amicuzzi (Residui Teatro) e interpretada por Vanesa Camarda.
Aquel día, la lluvia no frenó a miles de personas que salieron a las calles de Madrid a marchar por la igualdad, pero nuestro sistema capitalista sí impidió que muchas mujeres que trabajan como internas en casas ajenas pudieran salir a hacerlo y reclamar sus derechos. Así, tras corear el ya habitual “no estamos todas, faltan las internas”—cántico recurrente en manifestaciones por la regularización de personas migrantes, la igualdad, los derechos—nos sentamos a ver qué nos traía la obra.
Lo que vimos fue una interpretación potente de cuerpo y movimiento. No por casualidad: Rastros aborda las opresiones que marcan el cuerpo, las experiencias que dejan huella, la migración que se vive en la propia piel. Habla de arrancarse de raíz, alejarse de tus orígenes y empezar un duelo que difícilmente termina. El cuerpo de la protagonista carga con todo lo que la atraviesa: ser mujer, migrante, pobre, sin documentación, sin redes, sin acceso a los derechos más básicos. No me gusta decir “sin voz”, porque no es verdad; lo cierto es que su voz no es escuchada aunque hace tiempo que grita.
Para mí, Rastros se refiere a un camino que se quiso marcar por tener la opción (quizás más bien la ilusión) de poder volver, de dar marcha atrás. Cruzar el charco suena a decisión, pero es más bien un salto al vacío: una apuesta total, un no mirar lo que se deja atrás (los afectos, los recuerdos, la identidad de una), para seguir mirando a los lados y a lo lejos, cuidando, siempre.
Y ahí está la trampa: ¿Podemos hablar de una verdadera elección cuando migrar es la única alternativa?
Cuando la decisión se toma en un contexto extremo deja de ser voluntaria, a pesar de que una intente entre tanta duda convencerse de que fue la mejor opción. Y encima hay que sonreír, agradecer, aguantar las miradas y los prejuicios de otros, el “no te quejarás”, el “aquí no te falta de nada”, el “¿por qué viniste?”. Como si una no se hubiera preguntado eso mil veces.
La obra señala también una contradicción profunda: la feminización de los cuidados y la cadena global que perpetúa la explotación de unas para la emancipación de otras. Lo que se cuenta incomoda, y me incluyo. Me incomoda como mujer blanca privilegiada, miembro de una familia que ha formado parte de esta cadena global de cuidados. Porque nuestras madres, tías y hermanas son mujeres libres con carreras exitosas, mujeres que admiramos porque nos enseñaron que el éxito es eso, ¿A costa de qué? ¿Mi libertad a costa de la de quién?
¿Estoy de acuerdo con esas premisas? ¿Contribuyo a que se perpetúen?
Y luego, la paradoja: mujeres migrantes sosteniendo vidas ajenas en condiciones precarias, mientras algunas familias mantienen prejuicios y actitudes racistas y desconfiadas, con un trato siempre diferenciado a pesar de dejar en manos de estas profesionales a sus seres más queridos y vulnerables.
¿Cómo se sostiene eso?
Si no quieres spoilers, deja de leer aquí.
La obra se detiene. Vanessa lee una carta de un familiar que le comunica una desgracia acontecida en su casa. «No te lo dijimos para no preocuparte”. Aparece el resquemor. El arrepentimiento. Ahora sí que se hace todas esas preguntas. Ahora sí que tiene ganas de quejarse. De dejar de sonreír.
Hubiera desandado todo el camino. Porque, ¿todo lo que ha vivido para qué fue? ¿Qué renuncias implicó? Estar lejos de los suyos. No acompañarles en sus últimos momentos o en sus alegrías más grandes. No poder cuidarlos por estar cuidando a otros.
